lunes, 26 de mayo de 2008

Los Signos de Sofía II

II
El día que Sofía se marchó
Intentó cubrir los huecos que le había dejado la soledad con el cuerpo desnudo de Sofía, amontonando el dolor depositado en sus mejillas ahora despojadas de la vivacidad de una primera adolescencia; apoyando la cara sobre el vientre de la chica para aguantar la respiración. Con la esperanza de ahogarse en su abdomen.
Tenía por costumbre refugiarse en ella, y volvía a menudo todas las noches de la misma forma que alguien coge a diario el autobús para ir al trabajo: Sin el aliento que esa adolescencia les había regalado durante medio lustro. La soledad era sentida en el latir del corazón como el instante de un parpadeo irregular que hace que nos desvanezcamos a cada paso porque no atisbamos el verdadero camino que debemos seguir. Real por los besos de Sofía que le provocaban la vibración convulsa y espasmódica que tanto detestaba dejando en su rastro un vacío perturbador.
Creándole la angustia que sólo puede crear la distancia porque era en efecto, una distancia fundamentada en lo emocional y que devenía en una suerte de ansiedad aguda.

La tarde que él se quedó leyendo a Proust, casi hipnotizado por la sonoridad de unas palabras desprovistas de artificio, sintió al verla partir como si a la luna le hubiesen arrancado su contorno para recluirla entre las páginas de un libro. Sin poder ser expresada en la plenitud de un gozo físico. Como si se hubiese agrandado tanto hasta tal punto que, una vez contemplada, no evadiésemos mirarla exclamando: ¡Qué hermosa eres! ¡Y qué lejos estás de mí!

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