Estaba sólo.
-Dos días sin pegar ojo son demasiados, mascullé en la oscuridad.
La lluvia agitaba con violencia la ventana de mi cuarto. Pasaban de las dos de la tarde y se entreveían los tímidos rayos de luz que asomaban por la fina línea de la persiana. Estiré mis brazos notando al mismo tiempo cómo el frío de las sábanas se pegaba poco a poco en cada poro de mi piel e iba dejando una amarga sensación que recorría cada punto de mi cuerpo, hilvanando con esmero una capa fina sobre la que se iba sedimentando el recuerdo de las últimas dos noches. Intenté, sin mucho éxito y ayudado por la lengua, arrastrar hasta la garganta la poca saliva que se había acumulado en las paredes interiores de la boca. Me levanté de la cama para enjuagarme con el vaso de agua que tenía en la mesita de al lado y me dispuse a escribir en un viejo cuaderno de notas:
20 de abril de 2008.
Sí.
Juré que no volvería a escribir nada más sobre ella. Sin embargo, me encuentro de nuevo sentado intentando averiguar el pretérito de una vida llena de ausencias porque a penas conozco nada, calibrando las letras para que su nombre suene distinto en cada párrafo que lleva dibujado su retrato. Para que así pueda ser permanente. Como cuando Joyce hablaba de Penélope y de cómo la estrechó entre sus brazos y su corazón parecía desbocado. Yo también he intentado que me dijese a la fuerza Sí. He intentado que sus labios me repitan una y otra vez ese eco monosílabo próximo al éxtasis que debieron de sentir los dos amantes inmortalizados por Magritte. No me he atrevido nunca a pedírselo, por eso vuelvo sobre el papel de manera obsesiva; así en mis relatos evoco su imagen. Sin necesitar su consentimiento. Pero tan siquiera la literatura consigue que de sus labios emerja el estrépito de todas mis fantasías. Por qué es tan difícil condensar mis deseos en una única palabra.
Sí.
Ella suele otorgarme el silencio y noto que los sueños se esfuman de mis manos incapaces de anticipar este goce paródico. Goce que provoca su rostro en mi retina.
Sí…
Sonó el teléfono advirtiéndome que la vida se prolonga más allá de un cuaderno de notas repleto de fantasías incumplidas.
-Sí…? Pregunté al descolgar el auricular.
-Me vas a llevar al aeropuerto? Contestó una voz de mujer.
- ¿Quién eres?
-La chica de tus relatos. Dijo con la risa entrecortada.
Enmudecí un instante y clavé los ojos en la ventana de la habitación intentando traspasarla para salir al exterior donde todavía llovía con fuerza. El viento golpeaba la persiana deformándola como para estallar en mil pedazos.
-Lástima que sólo aparezcas cuando estoy mal. Repliqué con ansiedad.
Noté que mis palabras se iban quebrantando hasta perderse por completo. Se las había llevado el miedo antes de que hubiese podido oírlas. Colgué el teléfono y sentado en la cama medité unos segundos. Descolocado, contemplé el cuaderno de notas que seguía esperando a mi lado. El bolígrafo se había caído en el suelo y señalaba hacia el enorme ventanal del fondo.
Al subir la persiana observé con perplejidad que la calle estaba inundada de agua. Los cubos de basura seguían el curso de la corriente que descendía por la enorme cuesta donde muere la avenida.
Debajo del edificio que hace esquina seguía en pie una pequeña cabina de teléfono. El gris oscuro del cielo hacía contraste con el azul metalizado. Dentro, la silueta de un cuerpo me avisaba de que alguien estaba esperando.
El teléfono volvió a sonar provocándome una desagradable vibración.
-¿Quién eres? Advertí, intuyendo la identidad de la desconocida.
-Sube a la azotea.
Cortó con rapidez la conversación sin que pudiese escuchar las últimas sílabas. Casi no me había dado tiempo a colgar el teléfono cuando notaba todavía que sus intenciones palpitaban en mi oído y en mis manos que porosas por el sudor, resbalaban al intentar secarlas en la camiseta. Por cada una de sus palabras había dejado una pausa lo suficientemente larga como para notar su presencia en las partículas de aire.
Estoy seguro que en la azotea llovía para que su silueta estuviese desdibujada. Para que no fuese lo suficientemente nítida y tuviese que seguir escribiéndola en mis relatos. Para que siguiese buscándola en una cabina, o en una llamada de teléfono. Era la chica de mis relatos y estaba parada de espaldas a mí. Todo se había tornado de un color irreal. El mundo había perdido contraste: la chica del teléfono lo había robado para si misma. Al observar a los pájaros sobrevolar el cielo despejado y tras mirar una bandada que se movía en direcciones contrapuestas fijé la atención y desaparecí en la línea del horizonte.
Terminé sólo en medio de la oscuridad, con el sonido del viento golpeando contra la ventana un 20 de abril, mientras la lluvia fuera, gritaba su nombre. Y yo lloraba recordando que una vez ella me había dicho Sí.
-Dos días sin pegar ojo son demasiados, mascullé en la oscuridad.
La lluvia agitaba con violencia la ventana de mi cuarto. Pasaban de las dos de la tarde y se entreveían los tímidos rayos de luz que asomaban por la fina línea de la persiana. Estiré mis brazos notando al mismo tiempo cómo el frío de las sábanas se pegaba poco a poco en cada poro de mi piel e iba dejando una amarga sensación que recorría cada punto de mi cuerpo, hilvanando con esmero una capa fina sobre la que se iba sedimentando el recuerdo de las últimas dos noches. Intenté, sin mucho éxito y ayudado por la lengua, arrastrar hasta la garganta la poca saliva que se había acumulado en las paredes interiores de la boca. Me levanté de la cama para enjuagarme con el vaso de agua que tenía en la mesita de al lado y me dispuse a escribir en un viejo cuaderno de notas:
20 de abril de 2008.
Sí.
Juré que no volvería a escribir nada más sobre ella. Sin embargo, me encuentro de nuevo sentado intentando averiguar el pretérito de una vida llena de ausencias porque a penas conozco nada, calibrando las letras para que su nombre suene distinto en cada párrafo que lleva dibujado su retrato. Para que así pueda ser permanente. Como cuando Joyce hablaba de Penélope y de cómo la estrechó entre sus brazos y su corazón parecía desbocado. Yo también he intentado que me dijese a la fuerza Sí. He intentado que sus labios me repitan una y otra vez ese eco monosílabo próximo al éxtasis que debieron de sentir los dos amantes inmortalizados por Magritte. No me he atrevido nunca a pedírselo, por eso vuelvo sobre el papel de manera obsesiva; así en mis relatos evoco su imagen. Sin necesitar su consentimiento. Pero tan siquiera la literatura consigue que de sus labios emerja el estrépito de todas mis fantasías. Por qué es tan difícil condensar mis deseos en una única palabra.
Sí.
Ella suele otorgarme el silencio y noto que los sueños se esfuman de mis manos incapaces de anticipar este goce paródico. Goce que provoca su rostro en mi retina.
Sí…
Sonó el teléfono advirtiéndome que la vida se prolonga más allá de un cuaderno de notas repleto de fantasías incumplidas.
-Sí…? Pregunté al descolgar el auricular.
-Me vas a llevar al aeropuerto? Contestó una voz de mujer.
- ¿Quién eres?
-La chica de tus relatos. Dijo con la risa entrecortada.
Enmudecí un instante y clavé los ojos en la ventana de la habitación intentando traspasarla para salir al exterior donde todavía llovía con fuerza. El viento golpeaba la persiana deformándola como para estallar en mil pedazos.
-Lástima que sólo aparezcas cuando estoy mal. Repliqué con ansiedad.
Noté que mis palabras se iban quebrantando hasta perderse por completo. Se las había llevado el miedo antes de que hubiese podido oírlas. Colgué el teléfono y sentado en la cama medité unos segundos. Descolocado, contemplé el cuaderno de notas que seguía esperando a mi lado. El bolígrafo se había caído en el suelo y señalaba hacia el enorme ventanal del fondo.
Al subir la persiana observé con perplejidad que la calle estaba inundada de agua. Los cubos de basura seguían el curso de la corriente que descendía por la enorme cuesta donde muere la avenida.
Debajo del edificio que hace esquina seguía en pie una pequeña cabina de teléfono. El gris oscuro del cielo hacía contraste con el azul metalizado. Dentro, la silueta de un cuerpo me avisaba de que alguien estaba esperando.
El teléfono volvió a sonar provocándome una desagradable vibración.
-¿Quién eres? Advertí, intuyendo la identidad de la desconocida.
-Sube a la azotea.
Cortó con rapidez la conversación sin que pudiese escuchar las últimas sílabas. Casi no me había dado tiempo a colgar el teléfono cuando notaba todavía que sus intenciones palpitaban en mi oído y en mis manos que porosas por el sudor, resbalaban al intentar secarlas en la camiseta. Por cada una de sus palabras había dejado una pausa lo suficientemente larga como para notar su presencia en las partículas de aire.
Estoy seguro que en la azotea llovía para que su silueta estuviese desdibujada. Para que no fuese lo suficientemente nítida y tuviese que seguir escribiéndola en mis relatos. Para que siguiese buscándola en una cabina, o en una llamada de teléfono. Era la chica de mis relatos y estaba parada de espaldas a mí. Todo se había tornado de un color irreal. El mundo había perdido contraste: la chica del teléfono lo había robado para si misma. Al observar a los pájaros sobrevolar el cielo despejado y tras mirar una bandada que se movía en direcciones contrapuestas fijé la atención y desaparecí en la línea del horizonte.
Terminé sólo en medio de la oscuridad, con el sonido del viento golpeando contra la ventana un 20 de abril, mientras la lluvia fuera, gritaba su nombre. Y yo lloraba recordando que una vez ella me había dicho Sí.