miércoles, 8 de abril de 2009

Las malas compañías

Quería subirse al taxi para hablar de retórica. Acepté con cierta reticencia aunque de todas formas a las cinco de la mañana la retórica me daba igual. Lo dijo mirándome con su tez amarilla, como si el mismísimo Warhol hubiese miccionado en su rostro. Luego el taxista nos preguntó dónde queríamos ir y él respondió con un “ya nadie sabe lo que quiere”. “No me extraña, son las malas compañías” -repetí en voz baja. Me insultó, dijo que era gilipollas y que de voz baja nada, que se lo había gritado al taxista en la oreja. Al bajarse del coche volvió a echármelo en cara mientras dejaba caer un hilillo de baba sobre sus zapatos, en cuyo empeine terminó por formarse un pequeño Duratón (que es un río pequeño pero todo un campeón)
Esa noche juré ver a un hombre perderse en medio de la niebla fina; dejó caer su cuerpo en la calzada. Pero antes, sus pantalones habían descendido poco a poco mientras resbalaba en medio de la calle hasta que al final desistió semi inconsciente. Nadie sabe si durmió placidamente, quién sabe cuántas cosas juró y perjuró tras vernos alejarnos en el taxi. “Socorro” es hoy una palabra sin significantes.
Pienso a menudo en aquel acto de humanidad, en la fragilidad del hombre y en la prosa que mi amigo nos regaló al taxista y a mí. Cada vez que veo a un hombre en similares condiciones recuerdo aquello. Recuerdo a la manera Proust en “Du côté de chez Swann” tras beber té y evocar su infancia en Combray.
Y es que, “ya nadie sabe lo que quiere,” y menos a estas alturas.

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