
Son las seis y media de la mañana, un conductor da un frenazo en seco y estaciona su coche en la acera, tira algo por la ventanilla y se va por dónde ha vendido. Una prostituta practica una felación fugaz; el repartidor del “Carrefour” lleva prisa y pita al coche que cruza en rojo el paso de cebra justo en medio de la Gran Vía. Decenas de personas confían en que pare sin éxito, el taxi que anuncia a lo lejos: Ocupado.
Atravieso la calle Montera muy deprisa. Llego tarde al trabajo.
Atravieso la calle Montera muy deprisa. Llego tarde al trabajo.
Delante de la comisaría veo agolpada en la puerta una cola ininterminable que se mezcla con los indigentes que desde su cartón a modo de cama improvisada despiertan diciendo ¡Buenos días Madrid! También hay prostitutas y camellos ofreciendo sus servicios. Son casi las siete y diez cuando mis converse resbalan unos metros porque la superficie que piso está demasiado mojada como para mantener el equilibrio. Me caigo al lado de una de las camas de los que están haciendo cola. Una chica de ojos claros situada a mi derecha me enseña su sonrisa; y mientras, el indigente que tengo a la izquierda levanta la cabeza para ver lo que ha pasado, luego se tapa con una manta y me imagino que hará a su manera lo que acabamos haciendo todos en esta ciudad.
Son las siete y media, ahora sí que llego tarde.
Me levanto del suelo, conecto mi IPOD y corro calle abajo al ritmo de una vieja canción que me recuerda que hay sitios mejores pero ninguno tan especial como Madrid.
Me levanto del suelo, conecto mi IPOD y corro calle abajo al ritmo de una vieja canción que me recuerda que hay sitios mejores pero ninguno tan especial como Madrid.
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