Este
texto se escribe por acumulación. Una sucesión de imágenes se han ido fragmentando con
el tiempo hasta descomponerse. Puede que hayan perdido su
valor inicial, o que por el contrario, sea el propio devenir de los años; y los
cambios que éste introduce por azar en nuestras vidas; el que las haya
desordenado resituándolas a su antojo. Puede que aquellas imágenes, incluso,
adopten diferentes connotaciones.
Quizás,
esta sensación de tristeza que me atraviesa en estos días de final del verano se vea
alimentada en gran medida por la relectura de algunos pasajes de la obra de
Proust.
Una
de las tesis que extraigo de sus novelas es la de la mujer como eterna
fugitiva. La mujer que cansada de su alrededor decide desaparecer para
comenzar de nuevo.
Mentiría
si no dijese que la palabra desaparición ha provocado en mí una extraña
atracción que ha ido creciendo en el curso del tiempo.
Recuerdo
que de niño, en la misma época en la que insultaba a Dios en sueños, mis padres
se referían a los muertos como “desaparecidos”. Y pienso, volviendo a Proust,
que la fugitiva que describe toma la forma de una mujer fantasma, consciente a
su vez de que ésta no va a volver jamás aunque se muestre reacio a aceptarlo.
La
hipótesis sobre su muerte cobra sentido si vinculamos esta idea con la desaparición de una persona; posibilidad
que el propio Proust llega a plantearse en algún pasaje de “La fugitiva” ante
la huida de Albertine.
He
de decir que la muerte (o la desaparición) ha marcado mi vida desde una edad
temprana. Así fue como a los seis años comencé a obsesionarme con los
familiares y amigos que dejaban de frecuentar a mis padres. Aquello me
perturbaba y solía preguntarles con cierto
temor.
En la mayoría de los casos, lamentablemente, mis expectativas se
veían cumplidas con la cerelidad en la que mis padres intentaban suavizar mi miedo:
- Ha desaparecido.
Años
más tarde intenté convivir con la muerte hasta que la respuesta se
vio alterada modificando mi relación con la propia hipótesis que yo mismo me había
formado.
En
mi casa ya no eludían la tristeza:
- Ha muerto.
Comencé
a darme cuenta de que aquellas personas no sólo habían desaparecido, y por lo
tanto, la posibilidad de que volviese a
verles sería remota.
Me
pregunto si no comencé a insultar a Dios la primera vez que se me pasó por la
cabeza que, efectivamente, alguien podía llegar a desaparecer de mi vida (por
completo)
De
aquella época recuerdo una casa antigua, un pasillo largo y estrecho, y una
habitación. De la pared en la que se apoyaba el cabecero de la cama colgaba
un Cristo crucificado. El día que mi
abuelo desapareció de aquella estancia fue quizás el día que más insulté a
Dios.
Insultaba
a Cristo continuamente, para luego, esconder el crucifijo que presidía el cuarto
de mi abuelo.
Una
noche me levanté de la cama llorando y se lo conté a mi madre pensando en que
si no lo confesaba podría ir derecho al infierno.
Pero
aquellos sueños no han vuelto a manifestarse hasta hace tres semanas.
Me
encontraba de vacaciones en la playa y sentía que algo perturbaba mi
tranquilidad hasta que, curiosamente, una noche el diablo se coló en uno.
En
mi sueño el demonio me persigue por una ciudad desierta, puede que Madrid, aunque
no logro identificarla con claridad. Intento darle esquinazo con la esperanza
de poder enfrentarme a él más adelante cuando mis energías estén recuperadas. El
final del sueño termina con una conversación amistosa entre los dos mientras
nos tomamos una copa en lo alto de un gran estercolero.
Puedo sentir la muerte
entre los escombros de una montaña formada por cadáveres apilados y basura
putrefacta. Y a pesar de la larga charla que mantengo con el diablo, no soy capaz de recordar
ni una sola línea de aquel diálogo.
En
cambio, sí soy capaz de recordar mi propio rostro, burlándome de él y reconociéndome en aquel niño que una noche, llorando, insultaba a Dios con todas sus fuerzas.